jueves, 10 de marzo de 2011

Cuando un amigo se va...

Lo recuerdo como si fuera ayer. El primer día que lo vi. El huracán Paulina había destrozado mi calle. Aún así, mi hermano saltó rocas, bajó y subió montones de tierras, casi se cayó una vez, por cierto; mas llegó a su destino. Lo mejor de todo, regresó con él.
Apenas arribó, todos nos acercamos a contemplarlo. Antes de verlo, escuchamos su primer gemido en casa. Asomó la cabeza fuera de la caja de cartón en que lo trasportaron durante esa odisea. Sus ojos avellana, su pelo negro, su semblante confundido, mirándonos a todos. Saltó de pronto y tuvimos que perseguirlo. No era seguro su andar, sobre todo porque sus compañeros de especie no estaban acostumbrados a tener compañía. Algunos años después, ese ya no sería problema.
Lo tomé entre mis manos y lo cargué. Soltó un chillido. De seguro tenía miedo. Acababa de ser separado de su madre y sus hermanos. Es el primer recuerdo que tengo de él.
Durante algunos días discutimos sobre cómo lo llamaríamos. Como en mi casa éramos muchos (en ese tiempo, afortunadamente éramos muchos. Por desgracia somos ya pocos) todos tenían una opinión diferente y la posibilidad de consenso era escasa. Mi madre y su sabiduría se levantaron por encima de todas las voces. No sé si en verdad nos agradó el nombre o lo aceptamos por no seguir con la interminable discusión.
Fue mi tío Gilberto (q.e.p.d.) quien me lo regaló. Él se quedó con su hermano gemelo. Muchas veces lo trajo de visita y los jugueteos entre ambos a veces se volvían realmente tensos. Creo que era la diferencia de carácter entre los miembros de mi familia y los de la suya los que infundieron al temperamento agresivo de ese gemelo.
Por desgracia, el hermano no duró más de cinco años. La causa de porqué dejó de existir, para ser sincero, no la recuerdo. Sólo recuerdo que sentí una gran pena y me sentí más dichoso de tener la compañía de mi amigo.
Llegar a casa de la escuela y verlo todos los días, me reconfortaba. Sabía que siempre había alguien ahí esperándome. En una casa donde todos trabajan o estudian, encontrar su compañía era invaluable. Me recibía con alegría, como el buen amigo que era. En alguna ocasión llegó a intimidarme, a retarme, quizás estaría dispuesto a todo. No lo culpo. No supe tratarlo. No supe guiarlo como debería. No supe tantas cosas. 
Pero hoy quiero recordar los buenos momentos que vivimos. Es lo justo. No tiene sentido acordarse de lo que hicimos mal o dejamos de hacer. Me enorgulleció muchas veces. Me exasperó otras tantas. Me reconfortó en días difíciles. Me dibujó una sonrisa con su gesto. Uno muy parecido a aquel que le vi por primera vez, el día que llegó a mi vida.
Hoy, han pasado casi 13 años desde su llegada. Fue un 24 de febrero de 1998 el día que vio la luz. Dos meses después se mudó a esta casa. Hace unos minutos me enteré que no lo volveré a ver. Ya estaba muy cansado. Aunque lo veía en su mirada no lo quería aceptar. En la mañana todavía me despedí de él para irme a trabajar. Estaba prácticamente tirado, ya no acostado, sobre el cemento. Sus articulaciones, en muy mal estado. Su avanzada edad no le permtía moverse con facilidad. Me miró por última vez, aunque yo no lo sabía. Su semblante no era aquél que vi un día de abril. Quiero pensar que intentó despedirse de mí de la misma forma en que me saludaba cuando aún tenía las fuerzas de la juventud. No logró emitir ese sonido típico. Sólo una especie de gemido un tanto agudo. Sentí una profunda tristeza al ver así a mi amigo. Al darme cuenta que los años corren y que aquellos a quienes apreciamos se nos van de las manos como el viento que intentamos capturar para que nos refresque en un día caluroso. No podía hacer más. Lo que estaba en mis manos ya lo había hecho. No quería aceptarlo. Los números me lo decían: su promedio de vida es de 10 años. Él recién cumplía los 13. 
Lo vi por la mañana de su último día. Lo vi y lo aprecié tanto como ese día de abril. Lo vi y quise que regresara a ser ese ejemplo de agilidad y de valor. Lo vi y no quise verlo así, pero quería seguir viéndolo. Quería que siguiera recibiendome, ahora que llego del trabajo, aunque sea con un gesto leve por su afonía. Quería llegar esta noche y saludarlo, regalarle una caricia, darle un bocadillo. Sólo quería seguirlo viendo. Pero la mirada triste de mi madre lo anunció. Mi mente no lo percibió. No intentó hacerlo, creo. Cuando por fin entré a la casa, noté su ausencia del lugar de donde me había despedido de él. Mire alrededor y no lo veía. No podía haberse movido tanto. Apenas caminaba.
¿Y el Duque? -pregunté. Fue entonces cuando mi cerebro notó ese dejo en los ojos de mi madre. Ese signo que las personas no pueden ocultar en su mirada cuando se pierde algo que se aprecia.
Se murió, mi'jo. En la tarde. Como a las 3 -la respuesta. Ya le lloré a mi perro -me decía ella con un gesto que demostraba la evocación de ese triste momento.
A algunos tal vez les parezca ridículo esto que escribo. Tanto argüende por un perro, podrán pensar. Están en su derecho de opinar. Yo estoy en el mío de rendir un homenaje a un personaje que me acompañó en la mitad de mi vida. Casi tengo 27 y él estuvo conmigo durante 13 años.

A Duque. Un mestizo. Descendiente de una pastor alemán y un dálmata. Pelo negro y café. Te recordaré como el primer animal a quien pude llamar verdaeramente mío. No eras sorprendente como Lassie, K-9 o Hachiko; pero eras mío.

Hasta siempre, mi Duque. Hasta siempre.


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