jueves, 8 de marzo de 2012

Del caso Cassez y la teoría de la nulidad penal

De la situación de Florence Cassez he escuchado todo, por un lado: que cómo es posible que dejen en libertad a una secuestradora, que porque es francesa, que si Sarkozy presionó a la Corte, que nada más por el montaje de televisión, que la Corte es un asco, que el ministro lo hace para vengarse de Calderón porque no le aprobaron su proyecto sobre la inconstitucionalidad de los codigos penales que sancionan el aborto.
Por otra parte: que su liberación es una vergüenza para la justicia mexicana, que García Luna debe pagar los años de cárcel que no vivirá Cassez, que el ministro Zaldívar es el Messi de la Corte.
En fin, lo importante de destacar no es si Cassez es culpable o no. Si secuestró a esas personas, si les daba de comer, si les iba a cortar un dedo, o una oreja. La gran pregunta es: ¿Se vale sancionar penalmente a una persona en base a pruebas manipuladas, falseadas, ocultadas, fingidas? ¿De verdad se debe imponerle 60, 65, 70 años de prisión a alguien, aún cuando no existen, dentro del expediente, pruebas irrefutables que participó en el secuestro de tres personas? ¿Puede la Procuraduría, federal o de cualquier entidad, armar "investigaciones" en base a tortura, física, psicológica, sexual y que ello no sea inconveniente para condenar? ¿Se vale que te manden toda tu vida a la cárcel nada más porque en la tele dicen que "tú fuiste"?
Si contestó que sí a alguna de las anteriores preguntas, tiene dos opciones: dejar de leer, porque no le va a gustar lo que sigue; o continuar con la lectura y comparar su opinión con la mía.
Creo que escogió la segunda. Pues bien, imagine este panorama: Usted va en su automóvil conduciendo por cualquier avenida de su ciudad. Es de noche y sus acompañantes llevan unas cuantas copas encima. Se enfiestaron un poco. Usted contribuyó lo suficiente para al menos hacerse acreedor a una sanción administrativa. De repente, se encuentra un retén de la Policía Federal. Le piden que se detenga, se baje del carro. A uno de sus amigos le encuentran entre sus pertenencias, un envoltorio de droga. Cocaína, digamos. Uno de los policías le dice: "Ya se chingaron". Se los llevan detenidos a todos. Se llevan el carro. Usted no lo vuelve a ver. Pasa 24 horas en una bodega, a oscuras, solo. Sólo escucha golpes, gritos, lamentos, llanto. Todo, en el cuarto contiguo. Parece distinguir la voz de alguno de sus acompañantes. No está seguro qué pasa. No sabe cuándo le tocará a usted.
Por la mañana del tercer día, lo presentan ante  los reporteros de radio, internet y televisión. Usted y sus amigos son miembros del nuevo "brazo armado" del cártel más peligroso de su ciudad. Los paran detrás de unas cajas de madera que contienen armas, granadas, cartuchos útiles. Antes de llegar le dijeron: "ya oíste cómo le fue a tus compañeros, ay de ti si no cooperas, si te pones salsa ahorita, te va a ir peor". No sabe qué hacer. "Tú no digas nada" -le advirtieron.
Un año después, usted está en la cárcel. Desde que lo detuvieron ese día, no ha sentido la libertad. El secretario de acuerdos le leyó los puntos resolutivos del auto de formal prisión que le dictaron una semana después. Delincuencia organizada, posesión de narcóticos, portación de armas de uso exclusivo del Ejército. Los delitos que le imputan la Procuraduría y la sociedad son lapidarios.
A pesar que usted declaró que no sabía nada de la droga que traía su amigo, que no traía armas, que no pertenece a grupo delictivo alguno, que venía de una fiesta, que sí había tomado varios tragos, pero hasta ahí; el juez le dijo que no es creíble que no supiera que su amigo traía droga, que el parte de la autoridad es casi palabra de dios, porque no es posible que una autoridad mienta sobre el hallazgo de armas.
Durante el proceso, a expensas de todos sus ahorros, demostró que no fue puesto inmediatamente a disposición del Ministerio Público, que pasó mucho tiempo antes que le fuera tomada su declaración, que lo presentaron a la prensa sin antes informarle de sus derechos, que lo tuvieron incomunicado, aislado, que lo amedrentaron psicológicamente para que no hablara durante su exposición pública, que las armas tienen matrícula de la corporación policiaca que supuestamente se las aseguró.
No obstante, usted ya fue exhibido como criminal y miembro de la delincuencia organizada. Imagine usted qué juez le va a otorgar la libertad. Está resignado. Pasa lo evidente. Lo sentencian a 15 años de prisión (se la dejaron barata). Cuando por fin, un juez valiente lo escucha y advierte todas las violaciones a sus derechos fundamentales, la sociedad se indigna porque van a liberar a un delincuente. Hay quien llega al absurdo de ponderar que no lo liberen, que mejor le den un juicio justo donde se demuestre su culpabilidad. Como si pudiera ser justo un proceso encaminado única y exclusivamente a demostrar que usted culpable de lo que se le imputa.
¿Le cambió el panorama? ¿Cómo puedo saber yo que usted es culpable o no, si la autoridad hizo un cochinero? ¿Cómo puede ser juzgado dignamente si su imagen ha sido mancillada, si ya fue exhibido como delincuente, si la autoridad que se encarga de velar por el interés de la sociedad ya lo sentenció antes de presentarlo ante el juez? Verdad que no se puede.
El caso Cassez y la resolución de la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en el amparo directo en revisión 517/2011 serán fundamentales para sondear la opinión pública, tanto especializada como general, respecto de una figura jurídico procesal clave del "nuevo" sistema penal acusatorio y oral: la teoría de la nulidad.
Bajo esta figura, no puede valorarse siquiera, cualquier prueba que se haya obtenido con violación de derechos fundamentales. Usted puede ser el más cruento criminal del mundo, pero si la autoridad viola sus derechos fundamentales para obtener pruebas en su contra, éstas no podrán ser exhibidas en juicio. Verbigracia: usted vende droga. Sus vecinos lo saben, la policía lo sabe. Pero en lugar de pedir una orden judicial para meterse a su casa a buscar el narcótico, se les ocurre irrumpir a las tres de la mañana con un mega operativo. Le encuentran armas y droga por montones en un cuarto que fue construido como bodega. Lo presentan al juez, con todo y sus accesorios. Las drogas y las armas no pueden ser prueba en juicio. Y sin eso, no hay caso. El juez lo deja en libertad por falta de pruebas sobre su responsabilidad. ¡Pero ahí están las armas y la droga! No se desaparecieron. Están a la vista del juzgador. A la vista de todo México. Salieron en las noticias de López Doriga, de Alatorre, de Aristegui, del que quiera. Esa es la prueba más grande de nuestro flamante "nuevo" sistema penal. ¿Estamos listos para vivir en la legalidad o el hartazgo por la inseguridad nos hará regresar a la época inquisitorial? De nosotros depende. De nuestra visión.

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